Sevilla. Miércoles, 10 de abril. 2ª de abono. Dos tercios de entrada. 6 utreros de Juan Pedro Domecq y Parladé (el 5º, como sobrero), de nefastas hechuras la mayoría, famélicos y de poco juego salvo el tercero.

Gonzalo Caballero, ovación y silencio.

Sebastián Ritter, silencio y silencio tras aviso.

Lama de Góngora, ovación y ovación tras aviso. 

Estoy cansado de que me miren mal, pero de verdad que no tengo escapatoria. Algunos adefesios que salieron por los chiqueros de la Maestranza ejemplifican con una claridad devastadora que nos hallamos ante la mayor crisis de taurinos de la historia de la Fiesta. Con tener un mínimo de decoro y profesionalidad bastaría, pero se ve que no hay manera. De uno en uno, y ante la estupefacción general, aparecieron al menos cuatro animales no ya a dieta, sino absolutamente famélicos, zancudos como caballos de tiro y paletones como bicicletas de carreras. O sea, que por el ruedo no deambulaban utreros como merece una plaza de esta categoría, sino auténticos bultos sospechosos. Los responsables, un ganadero de apellido histórico, una empresa perpetuada en el cargo y unos veedores que seguramente no tendrán culpa de nada, pero que encima eran los apoderados de uno de los chavales que toreaban en Sevilla, y que metió él solito, por cierto, no menos de 2.000 personas en los tendidos.

En efecto, Francisco Lama de Góngora era el torero de la casa y le echaron una novillada perfecta para pegarle recortes por cualquier calle de adoquines. Lo de “protegido”, por tanto, está sin confirmar a estas horas de la noche, pero al final resulta que hubo hasta suerte y la jugada no les salió del todo mal. Su primero, un becerrón jabonero, tuvo clase, y el joven sevillano toreó con temple y parsimonia, con inteligencia, con suavidad y con mucho gusto por momentos. Lama de Góngora –que se fue a porta gayola en los dos de su lote –evidenció unas buenísimas maneras, acarició las embestidas en ayudados, naturales, redondos, cambios de mano y de pecho, y lo echó todo a perder con la espada. Al sexto, que era serio y muy desagradable, lo metió en la muleta porque se quedó en el sitio, ligó muy bien los muletazos y se comportó, en todo momento, con la responsabilidad que exige un compromiso de estas características. Otra vez pegó un mitin con la espada, demostrando que necesita horas extras en el carretón y, si fuera posible, que no lo vulevan loco los miles de consejeros que suelen aparecer de debajo de las piedras cuando un chaval apunta formas.

Me gustaron también sus compañeros. Uno, Gonzalo Caballero, porque ha evolucionado bastante, razón por la cual emociona menos a pesar de quedarse tan quieto como antes. Se enfrentó a dos novillos manejables pero muy deslucidos, sin chispa ni raza, y a ambos los toreó con aplomo y valor, llevándose dos volteretas tremendas de las que se levantó sin dolerse. Para dolor, el de Sebastián Ritter si apreció la injusticia con la que le trató parte del respetable. A la gente, que hoy día está muy cursi por no decir otra cosa, le incomoda ver un muchacho pegándole cojonazos a los novillos, de ahí que Sebastián fuese silbado por algún sofisticado espectador de esos que se echan perfume por los muslos. La realidad es que, ante el lote de utreros más complejo y peligroso, se arrimó como un león y no movió un músculo así se juntara el cielo con la tierra. Yo, que me echo nenuco y exclusivamente por el cuello, le aplaudí.

Álvaro Acevedo